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Relato "El relato de mi abuela"

  • Israel Santos Lara
  • 23 abr 2015
  • 5 Min. de lectura

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NUEVO RELATO. "El relato de mi Abuela". Es cortito para el que no le guste leer, jejejeje... y quiera vivir las penas del pasado y ver que aunque queremos más que nada en el mundo a nuestros hijos no es bueno, rectifico, no es lo más sensato, darles todo cuanto piden, pues no lo valorarán.

Israel Santos Lara

El relato de mi abuela

Mercedes era pequeña, pero madura. Con seis años de edad ya cuidaba de su hermano pequeño. Ayudaba a su madre en las labores del hogar, incluso se atrevía a cocinar con la supervisión de su apenada madre. Mercedes siempre intentaba contentarla con su sonrisa y con su ayuda. No soportaba verla llorar. No entendía muy bien a su madre, no la veía incapacitada para nada, ni le divisaba dolencia física alguna. Verla en ese estado de pena le rompía el alma, no lo soportaba. Ya no pensaba como una niña pequeña. Su madurez forzada la hizo cambiar.

Diciembre llegó y con él se acercaba la navidad. Un duro año más pasó imperceptible para los ojos de la pequeña. El veintidós de diciembre, su día preferido. Su padre se había marchado al alba, como de costumbre. Estaba nerviosa, histérica. Conforme pasaban las horas los nervios la obligaban a ir al cuarto de baño, que no era más que un apartado y viejo cubo de lata. Su madre la observaba como deambulaba de un lado para el otro por toda la casa. Compartía sus nervios y sus lágrimas cesaban por estas fechas.

Al fin su padre llegó. En sus manos poseía una caja de cartón con un regalo en su interior. Mercedes corrió a su encuentro. Su padre le sonrió y giró la caja dejando a la vista, tras un papel transparente, una muñeca en su interior. Mercedes saltó de alegría. Era la muñeca más hermosa que jamás había visto. Su pelo era rojizo y brillante, su vestido rosa parecía que era de seda, y su diadema de brillantes la hacía ascender a los cielos como a una princesa. Ya sabía que los reyes no existían. Su truncada niñez no le hacía sentir mal, al contrario, no le importaba, seguía siendo feliz. Tan sólo quería jugar con ella, abrazarla, mimarla, vestirla, cuidarla como si fuera suya. Los ojos de Mercedes brillaban como luceros, pero no soltaban lágrima alguna.

Con mucho cuidado, su padre, la sacó de la caja y se la dió. Mercedes olió el aroma que el padre emanaba al que ya estaba acostumbrada. Olía a vino.


-Ten mucho, mucho cuidado hija.

-Sí -contestó con un gesto de su cabeza.

El padre depositó la caja en lo alto del armario de su alcoba. Al regresar a la sala de estar que hacía también de comedor la observó. Mercedes no podía dejar de abrazarla. A veces se la alejaba del pecho para observarla, pero volvía al poco tiempo a abrazarla con mucho cuidado. Su aroma la envolvía como si ella y la muñeca fueran una, como si formara parte de ella. Era un olor a goma junto con colonia que le hacía sentir recuerdos de años atrás. Incluso saboreaba esos olores y sentimientos como si fueran ayer mismo.

Día tras día, Mercedes jugaba con la muñeca con mucho cuidado. Tanto que parecía jugar a cámara lenta, mientras le quitaba la ropita, mientras la peinaba, mientras la vestía y le recogía el pelo. Tan solo paraba de jugar para ayudar a su madre, que en estos días parecía estar de mejor humor y no lloraba tanto. A cada instante volvía su mirada para observar a la muñeca y percatarse de que no le sucedía nada. Parecía a su corta edad que era madre y que su muñeca era su hija. Por las noches la dejaba, a muy pesar, en lo alto del mueble del salón para que su hermano pequeño no pudiera hacerle ningún mal. Su padre no se lo perdonaría.

La pascua pasaba y la mesa de su salón no se llenaba de alimentos como pasaba en alguna que otra casa. Su familia era muy humilde. Pero a ella eso no le importaba. Sólo admiraba a su madre, como persona, pues era maravillosa y buena con todo el mundo. Cuando había dinero y hacía un buen cocido, lo sacaba al patio y lo compartía con las más ancianas del patio de vecinos y con los más pequeños. No podía soportar comer sabiendo que alguien pasaba más hambre que ella. No importaba que el vecino fuera un ser perverso, ella le veía el lado bueno y humano. No existía la maldad en ella. Eso enamoró y marcó a Mercedes para el resto de su vida.

Pasó el año nuevo, y como de costumbre, volvieron las lágrimas de su madre. Mercedes no comprendía bien porque lloraba. Ella era feliz con lo que tenían. No quería más. No le importaba ayudarla. Era feliz al recibir el amor de su hermano, de su madre, y el de su padre, aunque fuera a su manera. Se pasaba todo el día fuera de casa buscando un jornal y tan sólo lo veía por las noches con su olor característico.



El día fatídico llegó, el tres de enero. Mercedes se pasó el día entero jugando mientras su madre la observaba. Apenada, no se movía para que su hija no se levantara a ayudarla. Sabía que era una gran hija, que sería una buena mujer y una madre perfecta, lo veía en sus ojos, en su sonrisa, en su amor que sobrepasaba lo inimaginable. Era como ella, su vivo reflejo. Pero al final su padre llegó, más tarde que de costumbre, pero llegó. Ese día, Mercedes se acostó muy tarde, más que nunca. Su padre cogió la caja de la muñeca del armario de la alcoba y se presentó en el salón, frente a su hija. Mercedes lo observó y con mucha pena se la dió. Se había pasado las últimas horas arreglando para dejarla preciosa, perfecta, tal y como vino. El padre la depositó en el interior y la cerró. Parecía que no se había tocado, como si siempre hubiera estado allí.


-Gracias por cuidarla tan bien hija -le dijo con su grave voz quebrada y endulzada por la vid. Mercedes sólo pudo sonreírle brevemente de agradecimiento. Se sentía orgullosa que su padre le dedicara buenas palabras, pero no tenía muchas ganas de oírlas en esos momentos.

La madre la acompañó a su cama y la arropó. Mercedes seguía apenada, pero satisfecha. Había disfrutado durante muchos días con su juguete preferido, su niña, su muñeca. Un beso de su madre la hizo descansar durante toda la noche.

A la mañana siguiente, el cuatro de enero, pegaron a la puerta. Un señor de mediana edad entró en el salón. Su voz resonó en toda la casa:

-¿Dónde está? -preguntó muy contento

-Aquí la tenéis -le contestó el padre de Mercedes con la caja en sus manos.

-Es tan bonita como dijisteis. Mi hija se sorprenderá al verla mañana. He tenido mucha suerte.

-En efecto, compraste el último número de la rifa y le tocó. Que la disfrute su hija -le agasajó.

-Seguro que lo hará -y con estas palabras el hombre afortunado se marchó.


Mercedes apareció en el salón. Su padre la miró, abrió la puerta y se marchó, como todas las mañanas. Su madre volvió al calor de su fogón a llorar, y ella se le acercó para ayudarla.


-Te quiero mucho mamá -le dijo para que dejara de lamentar.


Muchos niños esperaban al seis de enero para recibir los regalos de sus majestades. Mercedes sabía que jamás llegarían a su casa. Su regalo de reyes tenía corta duración, unos días, el tiempo justo de hacer una rifa, vender los números, y entregar el regalo para que el día de Reyes un niño afortunado lo recibiera. Mercedes era feliz así. Su hermano no recibía nada. Sus padres escogían un juguete de niña para que ella disfrutara, y eso es lo que hacía, disfrutar y ser feliz. Con el dinero que se conseguía de la rifa, y tras comprar el regalo, lo utilizaban para comer un poco mejor durante las navidades.


Nota del autor: Basada en hechos reales.

 
 
 

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