Relato Histórico: Juego de Fronteras
- tecnicolarasoft
- 26 ago 2021
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JUEGO DE FRONTERAS
Al fin corría la sangre de su enemigo. Su cabeza, desprovista de su cuerpo, yacía pendulante, sobre las murallas de la villa impregnándola de sangre aún caliente. Su aspecto daba el alarmante aviso al resto de las fuerzas musulmanas. De aquí no pasarían. Sus ojos aún permanecían abiertos y extraviados el uno mirando hacia el otro y perdidos detrás de los párpados. Daban pavor verlos tan blancos.
Se le había puesto su turbante, de un color naranja con rallas azules, para que todos lo reconocieran y dejaran de luchar. El turbante del general musulmán siempre era más llamativo. Era una señal de espiritualidad. Para las tropas cristianas esto era un blanco donde apuntar y donde dirigir su ataque.
El general había quedado con la boca entre abierta dejando ver un poco sus dientes y su lengua. Toda la cara estaba manchada de sangre. Incluso su negra barba estaba impregnada de ella. Se hacía llamativo el color rojo espeso en contraste con la negrura de su morena y oscura piel.
-¡Te vencí en esta batalla y te arranqué un brazo! –soltó entre dientes y jadeante por el gran esfuerzo. El guerrero se apoyaba en la empuñadura de su espada, mientras la sangre recorría el haz central de su gran montante hasta llegar al suelo dejando toda la tierra teñida en sangre. Estaba muy cansado. La batalla había sido muy dura, pero el aliento de sus huestes le había emocionado. Estaba orgulloso del arrojo y la determinación con la que habían luchado. Habían defendido con uñas y dientes a sus familiares queridos, a su pueblo, sus tierras y ganados, pero también a su rey.
La muerte de ese general le había costado casi cinco años. Pero al fin había conseguido arrancarle a su mayor enemigo uno de sus brazos más importantes. Ahora su enemigo se estaba desangrando. Ahora cometería algún error. Antes ya lo cometió subestimándolo.
Una suave brisa le golpeó en su armadura dándole algo de tregua. Hacía calor, ya que era 4 de Septiembre. El verano aún se mantenía firme. Realmente no se había percatado de la reconfortante brisa, hasta ahora. Seguro que había permanecido entre ellos durante la batalla, pero él no la recordaba. Miró hacia el cielo. Se secó el sudor y se acicaló su castaña barba. Al haberse recompuesto después del leve descanso alzó su espada y la limpió con la capa. Luego la envainó amortiguando el chirrido metálico con las trazas de sangre que aún permanecían en ella, y volvió a observar a la cabeza de su enemigo colgando del muro. Acababan de situar, junto a ella, la cabeza de un jabalí atada a otra cuerda. Al balancearse por el viento, las dos se encontraron cara a cara. Esto le hizo sonreír. El rey Ordoño II, rey de León, sonreía abiertamente mientras escupía al suelo.
-¡Huyen mi rey! –le comunicó su nueva mano derecha, Fernando Díaz, Conde de Lantarón.
-¡Que no quede ninguno con vida, perseguidlos y acabad con todos! –espetó el rey al resto de sus generales que se encontraban rodeándole.
-Sucio Infiel, ya no podrán darte sepultura por todos los actos que has cometido, maldito hereje –espetó el Conde Fernando Díaz observando la cabeza de Ahmed, el general musulmán.
El rey se sentía aliviado pero profundamente enfadado con algunos de sus generales. Casi pierde la plaza por culpa de la incompetencia de algunos de sus nobles. Nobles que casualmente no le habían sido fieles a él ni a su causa años atrás y que aún los mantenía en el poder por que no había tenido tiempo de confirmar quienes estaban verdaderamente comprometidos con su causa y quiénes no. Pero ahora sí lo tenía claro. Esta gesta le había costado cinco años de duras negociaciones, luchas políticas, religiosas y familiares. Y todo esto sumado a la defensa del reino en la frontera contra su más poderoso enemigo, Abderramán III, Emir de Córdoba, a quien en lo más profundo de su ser y en su estatus Rey/Emir le hacía admirarlo.
Todo había comenzado después de que su padre, el rey Alfonso III de Asturias, le ganara a los musulmanes la fortaleza y la villa de Castromoros, en el 883 d.C. situada en el margen oriental del río Duero. Era muy codiciada por ambas religiones. El rey había conseguido desquebrajar la frontera natural entre el emirato de Córdoba musulmán y el reino de Asturia cristiano. Ahora los cristianos dominaban parte de esa frontera natural del río Duero. Así que la fortificó aún más para disponerse a defenderla como Puerta de Castilla que era. Ordoño tenía entonces doce años de edad, pero lo recordaba con mucha nostalgia.
Ya en 912 d.C. se sumaron otras conquistas en las riberas del Duero junto a Castromoros, como lo eran al noroeste, el castillo de Osma, y al este, la gran fortaleza de Gormaz. Con esta estrategia había conseguido Alfonso III, su padre, ganar una posición defensiva tan fuerte como para defender la frontera, y un punto donde poder atacar y debilitar al resto del proclamado Emirato independiente de Córdoba. Así que se volvieron a repoblar y fortificar las nuevas fronteras otorgándoles esos cometidos a varios Condes. Pero por esas fechas ocurrió una gran tragedia.
-Mi rey –se arrodilló chocando su espada en el suelo, un soldado del ahora Conde de Lantarón y Conde de Castilla la Vieja, Fernando Díaz.
-¿Qué sucede? –le inquirió al soldado.
-Es el Conde Gonzalo Fernández –musitó el soldado algo asustado.
-¿Qué sucede con él? –le espetó el rey Ordoño II.
-Ha muerto en el campo de batalla. Una celada en vanguardia mientras se retiraban los herejes.
-Al final ha tenido una muerte gloriosa –espetó con recelo el rey Ordoño II del ya destituido Conde de Castilla-. Pero que no se escriba de ello. No se lo merece –ordenó tajante a los allí presente-. ¡Escribas, contadores! Que quede borrado de los escritos de ahora en adelante.
En el año 912 d.C. Muere su padre, El rey Alfonso III, el Magno, y repartió su reinado entre sus tres hijos. Ya por aquel entonces, el Conde de Castilla la Vieja era este tal Gonzalo Fernández que había muerto en batalla, quién fue unos de los encargados de repoblar y fortificar Castromoros.
El Reino quedó dividido entre el Primogénito, García I, rey de León, Álava y Castilla; él, Ordoño II, rey de Galicia; y Fruela II rey de Asturias.
Tras la muerte del rey Padre, su primogénito es apoyado por los grandes nobles y comienza a reinar en solitario, utilizando a sus hermanos como puntas de lanzas. Fruela II, apodado el Leproso, de naturaleza sumisa, se refugió en Oviedo. Ordoño II, en cambio, juró continuar con la lucha y el legado de su padre.
Un año después, Ordoño II lanzó una expedición desde Santiago y Braga, consiguiendo sitiar y saquear Évora, masacrando su población musulmana, incluido a sus gobernantes junto con su guardia de setecientos hombres y cautivó a cuatro mil mujeres y niños.
Y en 914 d.C., su hermano García I, junto con el rey Sancho I de Pamplona, atacó desde la Calahorra hasta el rio Alhama, librando una gran batalla contra los Banu Qasi. García I es gravemente herido y muere poco después. Así que él, Ordoño II, es coronado rey de León, reunificando sus reinos. Fruela II continuaría siendo subordinado al rey de León.
-Mi rey… –se arrodilló otro soldado bañado en sangre.
-¿Qué sucede ahora soldado?
-La plaza y el pueblo intramuros está a buen recaudo. No queda nadie a este lado de la frontera. Todos han huido hacia tierras musulmanas, al otro lado del rio Duero.
El rey observó hacia todas direcciones. Estaba todo cubierto de cadáveres. Sobre todo musulmanes. Habían sido cogido por sorpresa y los habían aplastados. Estaba todo cubierto de cuerpos destrozados. Tantos que para cruzar el puente de dieciséis ojos que cruza desde Castromoros, frontera cristiana, al otro lado del rio Duero, donde comienzan las tierras musulmanas, tenías que pasar por encima de los cadáveres. No había ninguna baldosa o piedra libre para pisar. La gran cantidad de cadáveres todavía se perdía en el horizonte. Todavía se escuchaban muchos lamentos. Aclamaban acabar con sus dolores. Muchos temían una muerte lenta y esperaban el golpe de gracia. Otros lloraban por abandonar este mundo con gran pánico y terror. Había algunos camellos porta estandartes desperdigados sin saber a dónde marchar. Otros, en cambio, seguían atados a sus monturas desplomadas por el suelo.
-Llévate una escuadra –le ordenó al Conde Fernando Díaz, su mano derecha- y asegura de que no hayan herejes rezagados escondidos por la frontera cristiana. No quiero ninguna sorpresa inesperada.
-Si mi rey –le respondió el Conde comenzando de inmediato a cumplir su mandato.
Por fin había dado sus frutos. El rey Ordoño II podía descansar tranquilo esa noche. Había conseguido desmembrar a su enemigo Abderramán III y se había deshecho de algunos de los traidores de su causa. Había sucedido tanto hasta llegar allí, rodeado de sus hombres más fervientes, y en la villa de Castromoros, la villa que su padre logró conquistar. Él ahora la había defendido con su sangre. A Castromoros le guardaba un amor especial. Le recordaba a su padre.
El rey Ordoño había conseguido la victoria llevando su corte a León, la nueva capital del reino, para vigilar mejor la frontera y así tener controlado a los secesionistas de Castilla. Una vez allí, el rey comenzó a desafiar al Emir Independiente Cordobés Abderramán III, su principal enemigo, para ver sus fuerzas.
En el 914 d.C. hace varias celadas y expediciones más allá del tajo y del Guadiana saqueando el territorio de Mérida. Pasa a cuchillo a los defensores de la Fortaleza de Alanje. Badajoz se rindió al ver lo sucedido y compró la paz con ricos presentes. Pero el rey estuvo a punto de morir por una enfermedad. Se había puesto en manos del señor, y este lo guió hasta su recuperación.
Por otro lado, el Emir Abderramán III, no pudo responder a sus ataques. El Emir había estado ocupado con otro tanto de problemas al igual que él. Al morir su abuelo, un tirano sombrío, en el 912 d.C. tuvo que resolver los problemas de sucesión en el Al-Ándalus. Rindió Écija y entró triunfal en Sevilla ante la aristocracia árabe de la ciudad. Eliminó al rebelde de Bobastro, en la serranía de Ronda, Málaga, hijo de la aristocracia muladí. Y por último Atacó Algeciras para apoderarse de la flota y controlar así el estrecho de Gibraltar, para evitar que el África Fatimí ayudara a los rebeldes Andalusíes.
Abderramán también sufrió otro duro golpe que le impidió contestar a los ataques del rey Ordoño II. Esta vez de su Dios. Una gran hambruna se había cebado con Al-Ándalus por culpa de una gran sequía. Miles de hombres murieron en Córdoba de necesidad.
Así que ese año, el rey Ordoño II, se unió al rey Sancho I de Pamplona, al igual que lo hizo su padre y su hermano, para atacar la frontera este de la península. Juntos conseguirían atraer la atención del Emir. Y También querían vengar la muerte de su hermano. Así que atacaron a la familia de los Banu Qasi.
En el año 915 d.C. el rey Ordoño II, atrapó a tres espías. Sucedió de casualidad. Después de sacarle la información a golpes, descabezó a dos de ellos. Eran musulmanes tránsfugas que se habían pasado a sus filas. Estaban al servicio del Conde Gonzalo Fernández, el que acababa de morir en vanguardia. Las intenciones del rey Ordoño II, eran tan enérgicas como de costumbre. Era un hombre robusto, batallador, y eso es lo que perseguía. La gloria de un rey, como la tuvo su padre, con sus grandes gestas, conquistas y gloriosas batallas. Ansiaba la inmortalidad. Perseguía el recuerdo eterno. Así que dejó con vida al tercer hombre, un joven de dieciocho años musulmán llamado Alí el moro, con la obligación de serle fiel esta vez a él y no a uno de sus Condes. Era eso o morir junto con sus padres, que se había traído consigo desde que la nueva frontera se había desplazado hacia el sur y se había vuelto más y más peligrosa. El rey le obligó a espiar para él y a hacerle creer al Conde que lo seguía haciéndolo bajo sus servicios. También lo utilizó para saber de Abderramán III y sus huestes enviándolo a misiones al otro lado de la frontera. Un arma de doble filo muy afilado que estaba dispuesto a portar entre sus manos. Debía proteger su reino pero sin olvidarse de sí mismo.
-Mi señor… Mi señor –se escuchó de tras de la comitiva que seguía al rey Ordoño II por los interiores de la ciudad amurada. Se encontraban en el umbral del Arco de la Villa, que daba el acceso a la Plaza Mayor. Sobre ellos divisaban la Fortaleza, que estaba en lo alto del cerro. Una muralla doble protegía a la nueva ciudad y su castillo aislándolos de la peligrosa frontera. Algunos lienzos tenían hasta dos metros de grosor. Ordoño se acercó a un pozo, llamado Lairón, para beber agua. Estaba sediento.
-Mi señor –se acercó un soldado. El rey bebía con ansias mientras observaba maravillado cómo había sido posible excavar en la roca tal proeza de agujero hasta llegar al cauce del rio. Por suerte la sangre había corrido rio abajo. Su jarra de barro poseía el agua cristalina y fresca.
-¿Qué quieres? –se interpuso su guardia personal ante el soldado que gritaba audiencia con el rey mientras que el resto de sus hombres cerraron filas y se situaron en torno a su señor.
-Soy Alí, el moro –le insinuó el joven soldado para que le reconociera.
-Ya sé que eres Alí. ¿Qué es lo que quieres? –le espetó con rudeza.
-¿Puedo marcharme ya?, mi señor. Ya realicé mi cometido. Lo he cumplido. ¿Puedo marcharme a la cuidad con mis padres? –le imploró el joven.
-Dejadlo pasar –espetó Ordoño II. Tenía la barba llena de agua-. Es cierto que has realizado un buen trabajo, Alí –le respondió de forma más sosegada-. Pero en estos momentos te necesito más que nunca.
-Pero señor… -musitó Alí.
-Tienes que hacerme un último trabajo. Si lo haces, te recompensaré y serás libre.
-¿Qué es lo que necesita? –musitó el joven Alí. Sabía que no se podía negar. El rey había perdonado su vida y la de sus padres, y ahora le pertenecía. Temía que en cualquier momento, el rey Ordoño II, decidiera arrebatárselas para siempre.
-Marcha, huye a Córdoba y mantenme informado. El Emir Abderramán III, desmembrado de su fiel General y Caiz Ahmed, querrá vengar su muerte, y volverá a cometer otro error –le explicó mientras le daba su jarra llena de agua.
-Sí, mi señor –musitó resignado pero algo confuso cogiendo la jarra y rozando la robusta mano del rey-. Lo que usted ordene -Tras beberse la jarra y quedar revitalizado, terminó dejando el lugar tan rápido como había llegado, atravesando la calle de los pescadores.
El joven Alí, años atrás, había conseguido hacer creer al Emir de Córdoba que las tropas del rey Ordoño, estaban diezmadas por la terrible sequía y hambruna que azotó también el resto de la península entre los años 914-916 d.C. Y que las plazas de la frontera, en el Duero, estaban despobladas y poco fortificadas.
Entonces, el rey Ordoño II, hizo una pequeña incursión y cruzó el Guadiana, río abajo, unas cinco millas. El astuto rey se presentó con muy pocas huestes dando notables vistas de la dejadez de sus huestes.
Abderramán mordió el anzuelo. Como represalia de los asaltos señaló como principal objetivo la lucha de la frontera natural del Duero Oriental. En una primera expedición, armó a un ejército que salió desde Córdoba y Toledo al mando del General o Caiz musulmán Ahmed, hombre valeroso y fiel a Abderramán como en antaño lo fue de su abuelo, el tirano sombrío.
En la primera expedición, Ahmed venció sin recibir resistencia. Estaba claro que por orden de su rey Ordoño II. La consigna había sido abandonar las tierras y no defenderlas.
El Emir, en señal de demostración de poderío a su pueblo, de que ya no corrían peligro alguno, abrió la puerta Bad Amir de las murallas de Córdoba. Pero su pueblo aclamaba venganza contra los cristianos.
El éxito de la primera expedición animó y aumentó la autoestima del ejército musulmán, que viéndose en mayoría y mejor pertrechados marcharon hacia la frontera con la intención de ganar la plaza emblemática de Castromoros, primera puerta de Castilla.
El gran contingente salió de Córdoba el 2 de Agosto de 917 d.C. al mando de su férreo Caiz, Ahmed. Llegó a la ribera del Duero un mes después, desolando y saqueando todo a su paso.
Los musulmanes establecieron su campamento junto a la villa para iniciar el asedio, a orillas del río Duero. El General Ahmed, ordenó a varios contingentes rodear la fortaleza para comenzar con las hostilidades. También ordenó expediciones para asegurar los flancos del campamento. Las expediciones llegaron al campamento confirmando que la gran fortaleza de Gormaz, al este, estaba casi desierta y no se divisaban movimiento de tropas por ningún lado.
-No se puede esconder a un ejército tan grande como para vencerlos sin ser vistos- pensó el Caiz Ahmed.
Por otro lado, Había ordenado el rey Ordoño II, que Castromoros permaneciera oculto entre sus murallas, y que sólo se defendieran para aguantar el envite y así entretener al ejército musulmán. Pero de nuevo, el Conde Gonzalo Fernández, y su mala gestión, ordenó que las fuerzas salieran de Castromoros para atacar a los musulmanes a campo abierto. Quién sabe si por ganarse la bendición de su nuevo rey, o para asegurarle una derrota deshonrosa.
El pueblo de Castromoros casi se ve vencido. Al perder tantos hombres en las refriegas no disponía de los suficientes para defender sus murallas. Por no hablar de los escasos alimentos que habían guardado contradiciendo las órdenes del rey. El ejército musulmán combatió con ardor para ganar Castromoros.
El rey Ordoño, conociendo todo esto, adelantó su plan y le pidió a su compañero de celada, el rey de Pamplona, Sancho I, que comenzara la emboscada. Entonces Sancho I salió con sus huestes desde Osma, al norte de Castromoros. Esto hizo que el grueso del ejército musulmán se preparara para recibirlos, mientras seguían las hostilidades hacia la plaza. Pero lo que el general Ahmed no se esperaba, era que el rey Ordoño II, habiendo vadeado el rio Duero por un paso, muy al este, desde hacía días para no ser visto, atacó con furia por la retaguardia con sus numerosas huestes, y esta vez bien armadas. En su mayoría había caballería pesada e infantería, el punto débil de los musulmanes ya que sus huestes no estaban tan bien pertrechadas.
El ejército musulmán fue sorprendido. Tanto que la mayoría, cuando se dieron cuenta de que habían sido acorralados, y les atacaban desde el norte, el rey Sancho I, desde el sur el rey Ordoño II, y desde la plaza de Castromoros que se volvía a hacer fuerte de nuevo y retomaba las levas para ayudar a sus compañeros, huyeron despavoridos en desbandada.
El ejército musulmán estaba formado por muchos mercenarios africanos. Éstos huyeron sin pudor y se replegó hasta tierras musulmanas con el rabo entre las piernas. Pero el Caiz Ahmed, valeroso caballero musulmán se sostuvo firme. Él y sus hombres más valientes y leales combatieron para defender su honra, su dinastía, su religión. Estaban decididos a buscar la muerte de los mártires. Y allí, en Castromoros, la encontraron ese día 4 de septiembre de 917 d.C. junto con un millar de sus hombres, y la cabeza de su General Ahmed, como trofeo de caza, quedó colgando de una cuerda sobre las murallas de Castromoros.
Así narraban los escritos de aquella rotunda victoria cristiana en la batalla de Castromoros:
<<no hay números con que contar sus muertos. Desde la orilla del Duero hasta el castillo de Atienza y Paracuellos, todo estaba cubierto de cadáveres>>
Esa noche, Abderramán III estaba en sus aposentos, sólo. Destrozaba todo lo que encontraba a su paso. Lanzaba las lámparas encendidas y ni se preocupaba de que estuvieran apagadas. No quería verse así mismo llorar desconsolado por la pérdida de tan buenos y valerosos hombres. Algunos eran familia suya. Los gritos de dolor atemorizaron a su guardia personal. Entonces salió a la terraza, a tomar un poco de aire, a ahogar sus penas entre las estrellas.
-Me vengaré Ordoño, esto no quedará así. Me vengaré –martilleó sollozando con los dientes bien apretados y bañados en lágrimas mirando al norte, hacia Castromoros –.Me vengaré.
Relato: Juego de Fronteras
Autor: Israel Santos Lara
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