Relato de Terror: Yoel
- tecnicolarasoft
- 26 ago 2021
- 7 Min. de lectura

Yoel
-No puedo seguir así. Tengo que hacer algo, pero el qué –se decía en lo más profundo de su corazón. Estaba exhausto, extenuado. Esta situación le agotaba. No tenía fuerzas para seguir, y aun así, a sus cincuenta y cinco años de edad, seguía sacando fuerzas.
-Cariño, la cena esta lista –suspiró muy sosegada su mujer entrando en el salón perseguido por una joven y guapa criada que tiraba de un carrito con la cena.
El salón tenía muy poca luz. Estaba decorado a lo barroco. La pareja de mediana edad era muy clásica. Un tanto chapado a la antigua. En sus paredes colgaban varios relojes antiguos. Uno de ellos era un gran reloj de pared de madera de roble, con un gran péndulo. También estaba repleto de fotos antiguas. La sirvienta pensó al entrar que estaba retrocediendo al pasado. Algunas de las fotos estaban en blanco y negro.
-Estas aquí cariño. No te había escuchado llegar –le musitó su mujer al verlo sentado en el salón. Estaba pensativo. Con los brazos cruzados y la mente perdida entre las velas de unos pequeños candelabros que había en una gran mesa de madera muy robusta que daban un vago haz de luz al salón. La poca luz y el silencio oscurecían aún más a esta familia. Nadie los veía nunca salir de casa. Sus vecinos lo veían incluso normal después de lo sucedido aquel fatídico día.
La sirvienta estaba aterrada. Había oído interminables historias de esta familia. La oscuridad, el silencio espectral, ese hombre que siempre estaba callado y absorto envuelto en una bata de seda, y esa mujer siempre susurrando, todo esto alimentaban su temor, tan solo se escuchaba el vaivén del péndulo del gran reloj, y parecía que iba aletargado, despacio.
La mujer se sentó cerca de su marido. Él presidía la mesa. La sirvienta se acercó con su carrito. Este chirriaba su rueda derecha de vez en cuando. Se detuvo entre los dos, y con temor le depositó un plato vacío a cada uno. Entonces él la miró con unos ojos punzantes llenos de ira y rabia. Luego le señaló con su cabeza al otro lado de la mesa. Del miedo no se había acordado de su labor. Encima de la mesa, en ese lado, había un gran cuadro pintado a mano, con el retrato de un niño de unos siete u ocho años de edad.
-Disculpe –musitó la sirvienta aterrada acercándose y situando otro plato vacío y unos cubiertos a ese asiento vacío, sin comensal, en el que el cuadro estaba situado.
Con temblores procedió a poner la comida. Con un cucharón comenzó a ponerles una sopa. No quería tirar nada. Con mucho cuidado de la olla al plato, muy lentamente. De repente, del reloj sonó un “don”, las “9:00” marcaban las agujas del reloj. La pobre sirvienta se tambaleó. Era justo cuando estaba dando sopa al plato junto al cuadro del niño, que además parecía que no le quitaba el ojo de encima a la sirvienta. Dudó en salir corriendo, pero el trabajo le hacía mucha falta. Había llegado sola desde Sudamérica. Sin techo, ni familia. No tenía a quien acudir. Había venido a labrarse su futuro a este viejo continente. Quería ayudar a su familia. No soportaba la idea de tener que marcharse de Europa y volver a su casa, tampoco tenía dinero para hacerlo, así que se rehízo, se armó de valor y prosiguió. Tras terminar de poner la sopa, se alejó de la mesa y se situó junto al umbral de la puerta del salón, a la espera.
- ¿Cómo te fue el día, cariño? –le pregunto la mujer a su marido en voz baja mientras comían. Parecía extraño. Ella actuaba como si nada. Como si la vida continuara hace un año atrás y sus vidas fueran normales y monótonas como la mayoría de familias de la vecindad.
-Bien, ha ido bien –le respondió algo sensible. En realidad, el notaba que su mujer hacía como si nada. Parecía que no entendía la situación. Pero como ella no sufría, seguía siguiéndole la corriente. Eso es lo único que le mantenía con fuerzas para seguir adelante. Su mujer. Su amor hacia ella. No le importaba estar así, como si nada, con tal de que ella no sufriera más.
De repente, los cubiertos junto al cuadro empiezan a moverse, a temblar, a botar sobre la mesa. La mesa también se le sumó en los dichosos movimientos: arriba, abajo, se arrastraba hacia un lado y también temblaba. Parecía que un maldito tren estaba pasando por la mismísima puerta de la casa. Pero el caso es que el tren no pasaba por esta ciudad. La vía del ferrocarril más cercana estaba a cincuenta kilómetros de distancia. El rostro del pobre hombre demuestra resignación y dolor. La mujer sonríe a la sirvienta, y esta se asusta comenzando a temblar. Había cerrado sus temblorosos ojos.
-Cómete la sopa, mi vida, que es muy buena para la salud. Lleva mucha verdura. Mami te la ha hecho con todo su amor.
El plato sale lanzado de la mesa violentamente con una fuerza brutal dando contra la pared y rompiéndose en mil pedazos.
El padre ni se inmutaba. Continúa comiendo sopa, pero lo que no podía esconder eran sus ojos brillosos que vaticinaban que algo malo que estaba a punto de ocurrir. Aun así, los ocultó en una copa de vino. El olor a uvas lo relajaban. Esos sabores lo embriagaban y le daban un poquito de energía para olvidarse un poco de su temor, de su pérdida, de su desdicha, de su miedo, de su maldición.
La mesa y los cubiertos de detienen. Todo cesa. Pero el cuadro del niño comienza a moverse.
- ¿Quieres un poco de pescado? –le suplicó su madre rompiendo el silencio de la sala. Al unísono la silla vacía se desplazó hacia atrás, como si alguien se hubiera levantado de malas ganas, enfadado. El mantel de la mesa salió despedido llevándose todo lo que había en ella, incluido el cuadro. Todo quedó en el suelo. La mujer seguía con cara sonriente. El hombre continuaba oculto tras su copa de vino. La sirvienta estaba aterrorizada agachada en posición fetal. Estaba paralizada. No podía balbucear palabra alguna, ni tampoco correr.
- ¡Para ya! –gritó impulsivo. Se acababa de quedar sin vino.-. ¡Siéntate!, y cómete el pescado, como dice tu madre. Aquí no se tira la comida- la mujer le agradeció a su marido esas palabras sin borrar la sonrisa de su cara.
Todo se normalizó. Dejaron de temblar las cosas. La silla se acercó a la mesa. Su madre le situó, junto al cuadro, un plato nuevo del carrito de la sirvienta y un trozo de pescado, ya que la sirvienta seguía en el suelo. Lloraba desconsolada. No podía aguantar más. Las historias que había escuchado eran ciertas. De repente se levantó. No sabía de donde había sacado esas fuerzas, pero estaba dispuesta a no aguantar más. Tenía que salir de allí.
- ¡Se acabó, no puedo más, dejo este maldito trabajo! –gritó entre sollozos y temblores. Corrió como pudo hacia la puerta de salida de la casa, pero un tirón de pelos la hizo retroceder cayendo al suelo, pero al mirar hacia detrás, los padres seguían sentados. Muy asustada, se incorporó de nuevo. La pierna izquierda parecía que no se movía acorde a sus pensamientos. No le respondía bien. Aun así, llego a la puerta y alcanzó el pomo con la mano para abrirla. Pero el pomo no giraba, algo lo frenaba. La puerta estaba cerrada con llave.
-No seas malo –le regaño la madre con ternura a la silla vacía-. ¿Has visto lo que has conseguido? Se quiere marchar por tu culpa.
La sirvienta se giró con los ojos lloroso y observó como los padres se levantaban y se ponían de pie. Sabían perfectamente lo que iba a suceder, al menos él. Ella seguía sonriendo como si consintiera todo lo que estaba sucediendo con tal de seguir teniendo a su hijo cerca, a su lado.
- ¡Ah! –comenzó a gritar la sirvienta pidiendo auxilio, pero algo la agarró del cuello y no pudo gritar más. Era un grito sordo, amortiguado por una ronquera. Algo la estaba estrangulando con una fuerza brutal. El color de su cara se tornó rojo oscuro, morado. Al contrario que el cuello que se había puesto blanquecino. Hasta que se desmayó y cayó muerta en el suelo.
-Siéntate mujer –le pidió su marido. Ella seguía sonriendo-, terminemos de cenar.
-hijo mío, siéntate y termínate el pescado, por favor –le agasajó su madre como si nada.
Esa noche, mientras su mujer dormía plácida y profundamente gracias a los tranquilizantes que su marido le daba, el pobre hombre limpió el salón, lo recogió todo. Parecía que no había sucedido nada. Cargó el cuerpo en sus hombros y lo llevó al sótano. Sabía que no podía seguir así. Eso se decía un día tras otro, pero no tenía opción. No sabía qué hacer. No sabía a quién acudir. No podía salir de allí y dejar a su querida mujer a solas.
Soltó el cadáver de la muchacha en el suelo y sacó una llave de su bolsillo. Estaba junto a un trastero del sótano, un candado mantenía la puerta cerrada. Estaba sudando. Dudó si abrir o no. Era de noche y no tenía fuerzas abrir ese trastero. Hoy no. Al final decidió dejar el cuerpo en el sótano. Tras cerrar el sótano con llave volvió a su habitación. Se recostó en su cama y ayudado por el vino se quedó dormido.
A la mañana siguiente la luz del día lo despertó. De repente escuchó pegar en la puerta de su casa. Miró asustado a su lado. Su mujer no estaba. Se había levantado hace un rato. El hombre se levantó de un sobresalto y corrió hacia el sótano, abrió el candado y agarró de nuevo el cadáver de la asistenta. Mientras, su mujer abrió la puerta.
-Perdone, vengo para el trabajo de asistenta –preguntó una guapa y joven mujer.
-Si es aquí, pase –le agasajó con delicadeza.
El hombre abrió la puerta. Estaba todo helado, frio. Soltó de un empujón y muy asustado el cuerpo en el suelo y al levantarse se lo encontró. Su hijo permanecía suspendido en el aire con los brazos y las piernas abiertas. Parecía que estaba amarrado de piernas y manos, pero no era así. Levitaba espectralmente. Sus ojos estaban vueltos. Eran de color blanco. En su cuerpo desnudo había un millar de venas muy negras que sobresalían de la piel como si estuvieran tejidas a modo de telaraña.
-No le hagas daño por favor, te lo suplico. –El hombre se derrumbó y pidió entre lágrimas-. No le hagas más daño a mi hijo Yoel. Haré lo que me pidas.
Un ente maldito había poseído al niño y amenazaba con matarlo si no le obedecía. El pobre hombre no tenía solución. Sólo podía ocultárselo a su mujer para ahorrarle más sufrimiento. Ella creía que su hijo estaba junto a ella, pero no era así, era un demonio. Lo que no sabía su padre es que ese ente se estaba alimentando de su hijo, y no de las sirvientas. A las mujeres se las reservaba para otro siniestro fin.
Autor: Israel Santos Lara
Basado de un guion de Miguel Becerra
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