Relato Histórico "Coronela"
- Israel Santos Lara
- 23 abr 2015
- 7 Min. de lectura
RELATO Historico de, Israel Santos Lara

Coronela
El patio se le quedaba pequeño. No hacía más que dar y dar vueltas de forma impulsiva. Sus labios carnosos estaban agrietados y su boca hermosa y joven estaba seca. Los nervios la poseían. Estaba histérica por la situación en la que se encontraba.
Pasó junto a unas rosas y se quedó mirándolas sin detenerse. Temía por su marido. Sabía que si se llegaba a enterar era capaz de cualquier cosa, y eso era lo último que quería. Lo amaba con toda su alma, pero no se atrevía a contárselo porque en el fondo de sus sentimientos se auto inculpaba de todo. Le había seguido un poco el juego de palabras y risas a aquel hombre tan poderoso. Quizás atraída por los halagos de una persona tan importante. Jamás pensó en ir a más. Pero ya era tarde, no servía para nada compadecerse. Quien iba a pensar que ese energúmeno sin escrúpulos pasara de las risas a un intento de acoso. Lo había detenido con delicadeza por temor a una posible venganza, aunque le hubiera encantado haberle bofeteado la cara.
No sabía cuanto podía resistir en esa angustia en la que estaba sumida desde hacía varias semanas. Sus vueltas al patio no tenían fin. Se pasaba las horas girando y girando sin control, intuitivamente, mientras intentaba encontrar en su mente una solución satisfactoria para todos. Respiraba con ansiedad. El aire que inspiraba no era suficiente para rellenar sus pulmones. Era como si el oxigeno no quisiera entrar en su cuerpo y se alejaba de ella. Su pulso se aceleraba, pues no alcanzaba a encontrar la solución.
Lo peor, lo más angustioso, fue cuando recibió una carta en mano de uno de sus escoltas hace unos días. Y justo ayer, su marido, se le acercó y la besó como nunca, era extraño, parecía que sabía algo. Después le dijo que se marchaba a realizar un trabajo muy importante fuera de la ciudad, y que tardaría unas semanas en llegar. En la lejanía de su amado veía la mano mancilladora de ese ser tan despreciable como poderoso allanándose el terreno. Sentía miedo, temor, frio.
Continuaba dando vueltas y pasaba junto a la puerta de acceso a la cocina. No sabía, dudaba, que sería capaz de hacer ese ser para conseguir, o más bien para robar sus besos y su cuerpo. Mientras daba vueltas pasaba junto al rosal. Su verdadero amor, su marido, se lo había regalado meses antes. Al verlas, tan florecientes, tan bonitas, lo recordaba. Se maldecía una y otra vez por ser bonita, joven y exuberante. Su marido se lo hacía saber a cada apasionado beso, a cada suave caricia, a cada te quiero que le recitaba, a cada regalo que le hacía. Su amor era pleno y anhelado. Pero qué podía hacer, se preguntaba una y otra vez aclamando al cielo y pidiendo una solución.
Otra vuelta, se detuvo junto a las rosas y levantó su mano izquierda. Tenía la carta en la que decía: <<pronto estaremos juntos y nada ni nadie podrá impedirlo>>. Era la venteaba vez que la leía. Se llevó su mano derecha a su boca, para acallarse, y lloró. No sabía como impedirlo. Si lo rechazaba con brusquedad, en seco, podía ser capaz de cualquier cosa. Su vida no le importaba, ya no. Estaba a punto de estallar de presión. Bajó la mano y continuó caminando describiendo círculos en el patio en el que ni la belleza de las flores ni su aroma apaciguaban su pesar.
Esa noche el frío la consumió. Sin su marido, el lecho parecía un témpano de hielo. No pudo conciliar el sueño, y aun así, no encontró salida. Hubo un momento que creyó tener un plan: Rechazarlo y huir con su marido lejos a la espera de no ser encontrados jamás, pero eso obligaba a tener que contárselo a su esposo y no se atrevía a hacerlo. Él sería capaz de enfrentarse al acosador y no podría impedirlo. También estaba su familia, sus padres, o los de su marido. Temía que les sucediera algo por las represalias. El cansancio y el desánimo la hicieron sucumbir casi al alba.
El susto fue de sobresalto. Un mal sueño la había despertado y otra pesadilla la mantenía despierta. Se incorporó desaliñada y sudorosa. El abismo al que había caído no la dejaba tener luz. No quería ni lavarse, ni empolvarse, ni parecer bonita. No deseaba ser hermosa. No quería estar radiante, ni joven.
Al bajar, camino del patio, entró en la cocina y vio a las cocineras muy afanadas con mucho ajetreo. Charlaban alegres mientras preparaban comida como para un gran banquete. Una cocinera se le acercó y le dio en mano una tarjeta que decía <<hoy será el gran día, por fin, gracias a Dios>>. En esos momentos pensó en coger un cuchillo y quitarse la vida, pero no tenía el suficiente valor. Quería ser madre, mujer, y una buena esposa. No podía abandonar a su esposo sin que él supiera la verdad. La deshonra sería más dolorosa que el peor de los puñales. Entonces miró hacia las cocineras. Estas se asustaron al verla temblorosa saltando sobre sí misma. Giró la cabeza y observó una olla repleta de aceite hirviendo. Sin decir nada la cogió por las asas y la vertió sobre su cuerpo, desde el cuello hacia abajo. Al horror de su acción se sumaron los chillidos de las cocineras y el quejido del impacto del aceite hirviendo sobre sus pechos. El sonido era como si volcaras agua sobre un trozo de leña ardiente. La olla salió lanzada hacia atrás dando en el fogón, volcando el aceite y quemándose también los brazos. Notó su torso quemado al encogerse la piel sobre sus senos. El dolor la hizo desfallecer y cayó al suelo sin sentido.
-Señora, señora –escuchó al despertarse-. Ha llegado un señor, quiere verla. Le está esperando en el despacho de su marido. ¿Quiere que le diga lo que la retiene?
-No, lo haré yo misma –y con gran dolor se levantó de la cama dejándola repleta de sangre y de piel muerta. La dama la tapó con un camisón. Con un penoso caminar llegó al despacho donde le esperaba su verdugo ocultando su identidad bajo una extraña apariencia. Al verla se extraño de su estado. Jamás la había visto tan sucia, mal oliente y desaliñada. Ella al verlo sin palabras, y armada de valor, le dijo:
-Sin duda, serenísimo señor, como veis no puedo ni podré daros el recibimiento que deseáis por encontrarme en esta situación –se abrió el camisón poco a poco-. Pues el mal que yo tengo es lepra –sus pechos quemados y sus brazos quedaron a la vista. Tenía llagas repletas de sangre. El acosador bajó la mirada asustado y asqueado. La virilidad que traía consigo se le acababa de esfumar, y con asco se fue de la casa sin decir ni adiós.
Detrás de todo gran señor siempre existe una gran señora. Y como los mentirosos y pervertidos acosadores no pueden hacer sus fechorías sin terceros, su gran dama se enteró. Pero no de toda la verdad, porque en esa habitación tan solo estuvieron ellos dos.
A los pocos días llegaron las fiestas a la ciudad. La gran dama se encontraba sentada en el palco principal y era agasajada con obsequios por parte de las mujeres más respetadas. La herida y maltrecha mujer a duras penas se personó delante de ella. La poderosa señora se enfureció al verla, y espetó:
-O dueña sinvergüenza, ¿no tuvisteis temor de venir delante de mi presencia?, ¿no tuvisteis bastante con poseer a mi esposo?
Entonces ella le contó cuanto había sufrido y cómo había rechazado a su marido simulando la lepra. La poderosa dama no la creyó al verla allí en pie, fuerte, tensa. Intimidada y ante las risas de algunas personas se destapó abriendo sus ropajes, con mucho cuidado, dejando sus pechos y brazos blancos como alabastro, mancillados de las señales del fuego.
El responsable de sus heridas se encontraba lejos, persiguiendo a una nueva víctima, pero al ver a la leprosa frente a su mujer, se acercó con prisa para advertirla de su enfermedad. La gran señora, ahora si convencida, se incorporó de su lujoso asiento, se llevó sus manos a la cabeza, se quitó la corona de oro que llevaba y se la puso a la pobre mujer en la cabeza diciendo:
-Vos merecéis corona y debéis ser llamada coronada.
El Rey miró a la leprosa coronada con asco.
-¿Qué quiere ser esto? –preguntó.
A lo que la Reina contestó:
-Por su bondad y castidad que con vos usó, me quité mi corona y coronéla.
-Madre, ¿qué le puso su corona? –Preguntó Pedro Alonso que estaba sentado a sus pies, junto o sus hermanos, Doña Isabel, Don Juan Alonso y la pequeña Leonor. Ninguno rebasaba los seis años de edad. Su madre, María Alonso Coronel, estaba en un estado avanzado de gestación. Se encontraba en esos momentos junto a su madre, Doña Sancha, en Sevilla, en una de las casas que poseía su familia en la collación de San Miguel.
-En efecto –le contestó con delicadeza frotándose su abultado vientre-. Y la Reina quiso que a la señora se le quedara de llamarse Coronela, y a sus descendientes –les señaló con su dedo índice a todos- Coroneles por linaje y gloria de apellido.
-¡Pero, ese es nuestro apellido! –afirmó sorprendida Doña Isabel provocando la sonrisa de sus hermanos y la de su madre. Sus cuatro hijos estaban a su alrededor. Estaba contándoles la proveniencia de su glorioso apellido. Les estaba dando una seña de identidad. A todo esto, también tenia que sumar el apellido de su notorio marido ganado a golpe de espada y con gallardía.
Don Alonso Pérez de Guzmán había defendido con ayuda de Yúsuf, Rey de Féz, a su señor el Rey Alfonso X, el Sabio, de su hijo el infante Don Sancho que se había aliado al Rey de Granada para destronarlo. Esa gran hazaña le valió para ganarse su corazón de quince años de edad bajo petición expresa del Rey Alfonso X.
Se sentía muy afortunada al estar rodeada de los suyos, pero aún anhelaba la vuelta de su marido, Don Alonso Pérez de Guzmán, que se encontraba exiliado en Marruecos. La muerte de Alfonso X puso en el trono a su hijo Sancho IV, así que marchó con su caballería y con el Rey Yúsuf a África, llegando a conquistar, incluso, todo el Reino de Marruecos proclamándose, Yúsuf, el primer Rey de Féz y Marruecos.
María Alonso Coronel se había traído consigo, desde el exilio en marruecos, a sus hijos y a una gran fortuna que le ayudó a forjar y a administrar la gran casa que llegó a poseer y fundar Don Alonso Pérez de Guzmán, el Bueno.
Nota del Autor:
Como ya he descrito: “detrás de todo gran hombre hay una gran mujer”. Con este relato he querido enardecer las grandes gestas que hicieron grandes mujeres y la poca relevancia que ha quedado en nuestra historia, desafortunada, al no tener la trascendencia que le corresponde.
Este relato está basado en hechos descritos por Pedro Barrantes Maldonado historiador y cronista de la Casa de los Guzmanes.
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