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Relato "Fresita"

  • tecnicolarasoft
  • 1 sept 2017
  • 5 Min. de lectura

FRESITA

Tenía dolor de cabeza. La espalda me palpitaba, los riñones, el lumbar. Tenía ganas de salir de allí. -¿Qué sucedía?- Me preguntaba. Estaba dentro del autobús, sentada a la mitad del pasillo, observando por la ventanilla. Había llegado a mi hora, la de salida. Estaba impaciente. El autobús continuaba con el motor parado.

Una mujer súper arreglada llegaba corriendo por el andén de la estación. Corría como podía por culpa de sus grandes tacones. Se pavoneaba por la estación con su vestido gasa azul llamando mucho la atención, era precioso. Parecía que iba a una boda. Su novio la seguía a duras penas cargado de dos maletas. Ella, encima le exigía más velocidad. –Inútil- pensé.

Al final el autobús arrancó, por fin. Parece que estaban esperando a la cursi del vestido para salir de Huelva. El autobús se puso en marcha. El trayecto de Huelva a Sevilla se haría interminable. El aeropuerto me esperaba. Estaba muy harta de trabajar. Me encontraba muy cansada. El dolor cabeza y el abdominal me estaban desesperando. Lo único que me daba fuerzas era saber que por fin quedaba ya poco para ver a mi hijita. La quería con toda mi alma.

Cogí del bolso una botella de agua y cogí también una pastilla y me la tomé. La botella la guarde en el respaldo del sillón de delante. En mi muñeca estaba el sencillo y sexy tatuaje de una fresita pequeña. Me recordaba a mi hija. La quería más que a nada en el mundo.

La falda me molestaba. Se subía cada vez que me acomodaba. La piel del sillón me daba escalofríos y un poco de asco. Así que me la bajé un poco más de la cuenta para que mis sensuales muslos no rozaran el sillón.

El joven y atractivo chico que entró en el autobús acarreando las maletas de la divina de azul cruzó una cómplice mirada hacia mí. Yo le sonreí. Se habían sentado unos sillones más atrás. Bueno en realidad fui yo quien había buscado su mirada para saber dónde se habían sentado y así tenerlos controlados. Mientras tanto, la cansina del vestido azul seguía dándole la brasa. El pobre seguía asintiendo como si él tuviera la culpa de todo.

Camino del aeropuerto vi por el ventanal a muchas mujeres trabajando su dura jornada en el campo. En cuclillas. Estaban en la recogida de las fresas. Polacas, Rumanas, como yo, muchas de Europa del Este llegaban a la recogida de la fresa, a Huelva, para llevarse un dinero a casa que les era vital. Nada más verlas me recordó esa punzada que te daba la espalda durante las seis horas que duraba la jornada, y en cuclillas, mientras recogías las fresas de los lomos y las apilabas en las cajas, por un lado las de mesa, y por otro las de segunda, para luego ser llevadas al final del carril. Era nada más empezar la jornada, al alba, cuando el dolor de lumbares comenzaba. Si te levantabas te dolía aún más. Pero si te quedabas en cuclillas y te concentrabas en tu trabajo, el dolor se convertía en calor, tanto que quemaba, y luego desaparecía. Te acostumbrabas al dolor al igual que al duro trabajo.

Lo peor de todo era que trabajabas por tres euros de mierda a la hora. A los españoles les pagan cinco. Eso sí, si llueve no trabajas, pero tampoco cobras. Tres euros por hora trabajada, vamos. Aun así, las que llegan a trabajar les salen las cuentas ya que en sus países de origen no tienen trabajo. Algunas sí que trabajan pero qué puede hacer una mujer con ciento cincuenta euros al mes para alimentar a su familia. Así que bajaban a Huelva en las temporadas de recogida.

Por fin en el aeropuerto. Cogí mi avión que me llevarían a casa, a Rumanía. Al fin y al cabo, tenía suerte por poder viajar en él. Muchas de las mujeres viajaban en autobús durante tres días para llegar a Rumanía, y para volver otros tres días, parando sólo para comer. Me dolía la espalda. Tenía ganas de hacer pipí. Me levanté del asiento. Noté como un señor de mediana edad me observó. Me puse nerviosa. Mi cuerpo es exuberante. Tengo grandes pechos y firmes. Mi pelo es rubio y lacio. Mis ojos son verdes. Soy un poco alta para ser mujer. Mis veinticinco años desbordaban sensualidad. En los hombres producía eso. Ojos pícaros y pensamientos obscenos. Me gustaba pero estaba enojada y no sabía con qué o porqué. Estaba harta del maldito trabajo. Estaba dispuesta a dejarlo. Esta sería la última vez que volvía a Huelva. Lo había decidido.

Al entrar en el baño lo vi. Me acababa de poner mala. Tenía el estúpido periodo. Ahora entendía mi mal humor y mis dolencias. Cuando estaba terminando de lavarme las manos avisaron por megafonía de que en breve aterrizaríamos. Estaba nerviosa. Tenía muchas ganas de ver a mi hija. Ninguna mujer debería alejarse tanto de casa para ganar su jornal para alimentar a sus hijos. No es justo.

-¡Mamá! –corrió a saltitos la niña al ver a su madre. Tenía dos años de edad.

-¡Mi fresita! –le soltó ella. Estaba llorando. Su pequeña era una fotocopia de la madre. Rubia de piel clara con sus gigantescos ojos verdes. Era una muñequita –¿Y la abuela? –le preguntó.

-Tata está ahí –le señaló hacia la casa.

-¡Cuánto te he echado de menos, mi fresita! Mira que te he traído –y sacó una pequeña cajita repleta de fresones. A su hija le encantaban. Siempre le traía una caja de fresas de Huelva.

Al cabo de cinco días, los cuales había estado con su hija, sus pensamientos habían cambiado de nuevo. La había llevado al colegio y no le faltaba ningún libro o material como a sus amigas. La había llevado a jugar al parque y no le había faltado un vestidito ni una muñeca como a sus amiguitas. Sabía que su trabajo era muy duro, pero que al fin y al cabo, su hija lo necesitaba. Ella era madre soltera. Su novio la había abandonado cuando se enteró que estaba embarazada. Su madre era muy mayor para trabajar, y su padre había muerto años atrás, así que ella estaba al cargo de su amada madre y de su preciosa hija. Su jornal era el único sustento de la familia. Si ella se quedaba en Rumanía, con ciento cincuenta euros al mes, que era lo que ganaba siendo administradora de gestión, no podría sacar a su familia hacia delante. Su hija necesitaba ir a la universidad para poder salir de esa situación. Estaba dispuesta a conseguir que su hija fuera mucho mejor que ella. Esa sensación la alimentaban y le daban fuerzas para resistir su tormento. Estaba decidida. Volvería a Huelva. Una vez más.

El autobús me dejó en la estación de regreso a Huelva. Había volado en avión, pero estaba cansada. Cogí un taxi y me dejó en el hotel. Necesitaba una ducha, un baño tal vez. Tenía que cambiar el chip. Estaba de vuelta. Así que llené la bañera y me introduje en ella. Dormitaba muy a gusto mientras el agua caliente cubría mis protuberantes pechos. Cerraba los ojos y veía a mi fresita, a mi hija. Tenía que animarme. El duro trabajo comenzaba.

Al final me levante. Mi pelo no podía mojarlo. Me lo había dejado súper limpio y brillante en la peluquería antes de coger el vuelo en Rumanía. Cogí la toalla y me la lie por debajo de la axila. Cogí unas pocas pinturas y me pinté frente al espejo. Ya estaba seca. Al quitarme la toalla mis pezones sintieron un poco de frio. Cogí mi ropa interior, una braguita de encajes blanco a juego con el sujetador, y me la puse. También tenía unas medias con un liguero a juego con la ropa interior. Salí del cuarto de baño. Estaba descalza. Me subí sobre mis zapatos de tacón, blancos también, y salí hacia el gran salón del hotel.

-¡Fresita, estas de vuelta! –le soltó un cliente habitual.


 
 
 

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